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Mostrando entradas de septiembre, 2018

MALA GENTE

No me queda tiempo para escuchar críticas vacías, no estoy disponible para una sola mentira, no me vendo al mejor postor; no me va la reverencia. He dejado de escuchar las voces que truenan, el "yo" persistente golpeando la mesa cual yunque de platero; no le veo la gracia a los chistes machistas, al misterio visible, al regodeo insistente, no la veo. He dejado de seguir a los divos de todo, los artistas, los perfectos: dibujantes, poetas, cantantes, actores, los amigos de todos, agradables con nadie. Me preocupa poco la puñalada trapera, ya no hay hueco en mi espalda para punciones nuevas, para burlas sin base, para más piedras. No tengo miedo a nadie, mas que a la parca, al dolor de los míos, a la lenta agonía que te aleja de todo, no le temo a los vivos que te miran de frente, tiemblo con los que miran atravesando el alma. No le temo a los muertos, perdieron la batalla, le temo a ciertos vivos que te roban la vida; ciertos y muy mala gente. Ca

LA MIRILLA

Se me olvidó que el viento no detiene su marcha entre las callejuelas, que el segundero se mantiene imparable aunque el reloj se detenga, se me olvidó que tú eras ave de paso y yo un simple apeadero, un lugar donde pararse a mirar ofreciendo un suspiro, robando tiempo al tiempo.  Me despistó el atardecer de invierno cobijada en tu pecho, el sonido que sacaban tus manos de la madera nueva, me perdí entre notas, copla y cante y me dormí en tu cuerpo, desperté cuando marchaba el tren llevándose mis sueños. Sigo viniendo cada madrugada a escuchar el silencio, el crujir de las viejas traviesas, los raíles sin tiempo. El viento se ha colado en el fondo de mi vieja maleta, me ha revuelto la tristeza y las ganas de comenzar de nuevo. He olvidado cerrar la mirilla del corazón abierto, por si quiere asomar otro amor; otro abrazo, otro cuerpo, que cobije estas ganas de amar, en el viejo apeadero. Carmen Martagón ©

NACER AL CALOR DE OTOÑO

Nacimos en otoño, llevamos en la piel el ocre de las ciudades, el oscuro manto que tejen las hojas entre la maleza, el rubí del arce que se desnuda despacio, bajo el firmamento.  Somos apacibles, como la tibia sensación del sol entre las nubes, la mullida almohada que abarcas en la siesta o la sonrisa impecable de los niños tras las velas. Hemos aprendido a ceder, le damos paso a los días invernales recolocando las hojas del calendario. Templamos los nervios ante las injusticias que parecen imposibles, damos paso a la escucha, al silencio, al respeto.  Y somos la calma que llega tras la tormenta, esa que esperarás con impaciencia, la ansiada paz que nos hace mirar el cielo con emoción y miedo. Nacimos al calor de Octubre, bajo unos tibios rayos de sol nos alumbró la vida. Carmen Martagón ©

EL INTERCAMBIO

Nunca tuve una bicicleta. Aprendí a montar con la BH azul de mi hermano. Recuerdo que, esperaba verla bajo el árbol como regalo de Reyes. La pedía todos los años en la carta. Alguna vez, incluso la escribí en mayúsculas, para que a sus majestades no les pasara desapercibida entre las peticiones.         Las únicas ruedas que llegaron a casa, para mí, fueron las de un coche de capota rojo, un armatoste enorme donde pasear a las muñecas. Como una mamá, decía el anuncio de la televisión. Un coche que, dije haber dejado olvidado en casa de una amiga y que nunca apareció. Nadie supo, jamás, lo que aconteció con el cochecito. Yo sí, claro está.       Recuerdo aquel coche de terciopelo rojo, con una capota enorme, de grandes ruedas blancas y relucientes. En su interior, mi muñeco Nenuco favorito. Pensé que, definitivamente, los Reyes Magos eran tontos. ¿Quién había pedido aquella cosa horrorosa? Me enfadé tanto que mi madre a punto estuvo de tirar el cochecito por el balcón. E

Roja

Cada tarde, al regresar de la escuela, Marcos insiste en detenerse en el escaparate de la juguetería. Tras la enorme cristalera se apilan los más variados juguetes: muñecos, barcos pirata, castillos de cuento, muñecas de trapo...       Con la nariz pegada al cristal, el niño no deja de mirar la bicicleta roja.       —¿Verdad que es bonita, mamá? ¿Tú crees que es del tamaño de un niño de nueve años?  —pregunta, sin dejar de mirarla.       —¡Sí que es bonita! —responde su madre tras un suspiro.       En el trayecto hasta casa ninguno de los dos vuelve a nombrar la bicicleta. Tampoco se habla de ella durante al almuerzo, ni en la merienda. La cena llega casi sin darles la oportunidad de hablar. El día transcurre en un sinfín de tareas La noche se inicia con el ritual del baño, tan repetido entre los dos. En el plato de ducha todo preparado: la esponja suave para su delicada piel, el jabón especial, que prepara la abuela Sara, con aceite de oliva. Finalmente, el sillón e