Cada tarde, al regresar de la escuela, Marcos
insiste en detenerse en el escaparate de la juguetería. Tras la enorme
cristalera se apilan los más variados juguetes: muñecos, barcos pirata, castillos de
cuento, muñecas de trapo...
Con la nariz pegada al cristal, el niño no deja de mirar la bicicleta roja.
—¿Verdad que es bonita, mamá? ¿Tú crees que es del tamaño de un niño de nueve años? —pregunta, sin dejar de mirarla.
—¡Sí que es bonita! —responde su madre tras un suspiro.
En el trayecto hasta casa ninguno de los dos vuelve a nombrar la bicicleta. Tampoco se habla de ella durante al almuerzo, ni en la merienda. La cena llega casi sin darles la oportunidad de hablar. El día transcurre en un sinfín de tareas La noche se inicia con el ritual del baño, tan repetido entre los dos. En el plato de ducha todo preparado: la esponja suave para su delicada piel, el jabón especial, que prepara la abuela Sara, con aceite de oliva. Finalmente, el sillón especial donde su madre le traslada, a pulso, desde la silla de ruedas.
—Valeria me ha dicho que yo no necesito una bicicleta. Dice que ya voy sobre ruedas. Ella insiste una y otra vez: ¿para qué quieres dos ruedas si tienes cuatro? —Marcos imita la voz de su compañera al hacer la pregunta.
—Tu amiga Valeria tiene razón, Marcos —responde la madre.
—Pero, ¡no es roja! —dice el niño, cruzando los brazos en señal de protesta.
—Podemos pintarla, si quieres. Tú eliges el color y yo la pinto, como las rejas de casa de la abuela Angustias... —Insiste la madre, tomando las manos de Marcos entre las suyas
—¿Puedo ayudar? —pregunta desconfiado. Recuerda que mamá no le dejó pintar la reja, en casa de la abuela.
—¡Claro que puedes! Es tu vehículo. Tú decides sobre él.
—¡Me gusta el rojo! —responde Marcos, zanjado el asunto.
Con la nariz pegada al cristal, el niño no deja de mirar la bicicleta roja.
—¿Verdad que es bonita, mamá? ¿Tú crees que es del tamaño de un niño de nueve años? —pregunta, sin dejar de mirarla.
—¡Sí que es bonita! —responde su madre tras un suspiro.
En el trayecto hasta casa ninguno de los dos vuelve a nombrar la bicicleta. Tampoco se habla de ella durante al almuerzo, ni en la merienda. La cena llega casi sin darles la oportunidad de hablar. El día transcurre en un sinfín de tareas La noche se inicia con el ritual del baño, tan repetido entre los dos. En el plato de ducha todo preparado: la esponja suave para su delicada piel, el jabón especial, que prepara la abuela Sara, con aceite de oliva. Finalmente, el sillón especial donde su madre le traslada, a pulso, desde la silla de ruedas.
—Valeria me ha dicho que yo no necesito una bicicleta. Dice que ya voy sobre ruedas. Ella insiste una y otra vez: ¿para qué quieres dos ruedas si tienes cuatro? —Marcos imita la voz de su compañera al hacer la pregunta.
—Tu amiga Valeria tiene razón, Marcos —responde la madre.
—Pero, ¡no es roja! —dice el niño, cruzando los brazos en señal de protesta.
—Podemos pintarla, si quieres. Tú eliges el color y yo la pinto, como las rejas de casa de la abuela Angustias... —Insiste la madre, tomando las manos de Marcos entre las suyas
—¿Puedo ayudar? —pregunta desconfiado. Recuerda que mamá no le dejó pintar la reja, en casa de la abuela.
—¡Claro que puedes! Es tu vehículo. Tú decides sobre él.
—¡Me gusta el rojo! —responde Marcos, zanjado el asunto.
Y el ritual del baño da paso a otras conversaciones interesantes: el nuevo baile de fin de curso, la fiesta de su próximo cumpleaños, las vacaciones o el niño nuevo que se incorporó, hace unos pocos días, a clase.
#historiasdebicis
Carmen Martagón
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