Nunca tuve una bicicleta. Aprendí a montar con la BH azul de mi hermano.
Recuerdo que, esperaba verla bajo el árbol como regalo de Reyes. La
pedía todos los años en la carta. Alguna vez, incluso la escribí en mayúsculas, para
que a sus majestades no les
pasara desapercibida entre las peticiones.
Las únicas ruedas que llegaron a casa, para mí, fueron las de un coche de capota rojo, un armatoste enorme donde pasear a las muñecas. Como una mamá, decía el anuncio de la televisión. Un coche que, dije haber dejado olvidado en casa de una amiga y que nunca apareció. Nadie supo, jamás, lo que aconteció con el cochecito. Yo sí, claro está.
Recuerdo aquel coche de terciopelo rojo, con una capota enorme, de grandes ruedas blancas y relucientes. En su interior, mi muñeco Nenuco favorito. Pensé que, definitivamente, los Reyes Magos eran tontos. ¿Quién había pedido aquella cosa horrorosa? Me enfadé tanto que mi madre a punto estuvo de tirar el cochecito por el balcón. En realidad no sé si pensó en tirarme a mí.
Cuando todos salimos a la calle a mostrar nuestros regalos, yo me negaba a bajar. En primer lugar me resultaba imposible bajar aquel trasto rojo, desde el cuarto sin ascensor y sentía una terrible vergüenza llevando al muñeco a pasear en aquel armatoste. Por no hablar de que casi era más alto que yo.
Fui la envidia de la totalidad del grupo femenino de amigos y amigas. Muchas de ellas se habían quedado sin el preciado regalo. Yo trataba de parecer encantada, pero me moría de vergüenza empujando aquella imitación de coche de bebé.
Anita, la hermana de Pablo, uno de mis compañeros del colegio, me lo pedía prestado para arropar a su muñeca de trapo. Se había enamorado.
—Déjame que le de la vuelta al bloque con él —me decía, agarrada a la capota con una sonrisa.
Yo le prestaba el coche y ella me dejaba en prenda sus patines de cuatro ruedas. Mi hermano la seguía con su bicicleta azul reluciente. Él también parecía enamorado. De ella, claro.
Las únicas ruedas que llegaron a casa, para mí, fueron las de un coche de capota rojo, un armatoste enorme donde pasear a las muñecas. Como una mamá, decía el anuncio de la televisión. Un coche que, dije haber dejado olvidado en casa de una amiga y que nunca apareció. Nadie supo, jamás, lo que aconteció con el cochecito. Yo sí, claro está.
Recuerdo aquel coche de terciopelo rojo, con una capota enorme, de grandes ruedas blancas y relucientes. En su interior, mi muñeco Nenuco favorito. Pensé que, definitivamente, los Reyes Magos eran tontos. ¿Quién había pedido aquella cosa horrorosa? Me enfadé tanto que mi madre a punto estuvo de tirar el cochecito por el balcón. En realidad no sé si pensó en tirarme a mí.
Cuando todos salimos a la calle a mostrar nuestros regalos, yo me negaba a bajar. En primer lugar me resultaba imposible bajar aquel trasto rojo, desde el cuarto sin ascensor y sentía una terrible vergüenza llevando al muñeco a pasear en aquel armatoste. Por no hablar de que casi era más alto que yo.
Fui la envidia de la totalidad del grupo femenino de amigos y amigas. Muchas de ellas se habían quedado sin el preciado regalo. Yo trataba de parecer encantada, pero me moría de vergüenza empujando aquella imitación de coche de bebé.
Anita, la hermana de Pablo, uno de mis compañeros del colegio, me lo pedía prestado para arropar a su muñeca de trapo. Se había enamorado.
—Déjame que le de la vuelta al bloque con él —me decía, agarrada a la capota con una sonrisa.
Yo le prestaba el coche y ella me dejaba en prenda sus patines de cuatro ruedas. Mi hermano la seguía con su bicicleta azul reluciente. Él también parecía enamorado. De ella, claro.
—Voy a chivarle a mamá que no juegas con el cochecito —me decía mi hermano cuando se enfadaba.
—Si te vas de la lengua te arrepentirás —respondía yo, buscando en mi cabeza algo terrible para hacerle.
Cuando descubrimos que los Reyes Magos eran los padres, mis esperanzas de tener una bicicleta desaparecieron de forma definitiva.
—Ahorra y te la compras —decía mi abuela con una sonrisa.
Me tomé en serio aquella respuesta. Comencé guardando el dinero que me daban por mi cumpleaños, mi santo, en las visitas de familiares o cuando la abuela nos ofrecía dinero para comprar "chuches". Aún así no alcanzaba, iba a tener que esperar años y años para comprar la ansiada bicicleta.
La bicicleta de mi hermano desapareció pocos días después de mi cochecito de capota. La guardaba en la escalera de la azotea, aquel era un lugar que, supuestamente, nadie conocía y estaba sujeta con un candado a la baranda de la escalera. Quien se la llevó parecía tener la llave del candado.
—Con toda seguridad ha sido alguno de esos niños que han rondado el barrio estos días. Desde el viernes no han vuelto por aquí —explicaba mi padre.
A mí, me quemaban en la conciencia las veinte pesetas, obtenidas por dejar el candado abierto y facilitar el robo de la bicicleta. Me preocupaban menos los patines escondidos bajo el armario. Digno intercambio por el maldito coche porta bebés.
—Si te vas de la lengua te arrepentirás —respondía yo, buscando en mi cabeza algo terrible para hacerle.
Cuando descubrimos que los Reyes Magos eran los padres, mis esperanzas de tener una bicicleta desaparecieron de forma definitiva.
—Ahorra y te la compras —decía mi abuela con una sonrisa.
Me tomé en serio aquella respuesta. Comencé guardando el dinero que me daban por mi cumpleaños, mi santo, en las visitas de familiares o cuando la abuela nos ofrecía dinero para comprar "chuches". Aún así no alcanzaba, iba a tener que esperar años y años para comprar la ansiada bicicleta.
La bicicleta de mi hermano desapareció pocos días después de mi cochecito de capota. La guardaba en la escalera de la azotea, aquel era un lugar que, supuestamente, nadie conocía y estaba sujeta con un candado a la baranda de la escalera. Quien se la llevó parecía tener la llave del candado.
—Con toda seguridad ha sido alguno de esos niños que han rondado el barrio estos días. Desde el viernes no han vuelto por aquí —explicaba mi padre.
A mí, me quemaban en la conciencia las veinte pesetas, obtenidas por dejar el candado abierto y facilitar el robo de la bicicleta. Me preocupaban menos los patines escondidos bajo el armario. Digno intercambio por el maldito coche porta bebés.
Carmen Martagón
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