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Ausencias

Mi adorada Lesya odiaba pasar los veranos en España. Odiaba el tiempo alejada de sus amigas, a kilómetros del entorno en el que había vivido desde que recordaba.  Me contaba que, durante los meses de "vacaciones" en aquel país extraño, añoraba las paredes blancas del orfanato, las risas a escondidas bajo las sábanas, la muñeca de trapo que, cada verano, ponía en manos de Annia, su mejor amiga. Tener la muñeca durante el tiempo de ausencia sería más liviano para Annia,  que nunca viajaba. La aparatosa silla de ruedas complicaba el traslado, o eso decían. Durante ese tiempo lejos, Lesya extrañaba abrir la ventana al atardecer y recibir el frío en el rostro, acurrucarse en las noches bajo la manta y soñar con hacerse mayor y tener familia numerosa. Una casa llena de risas y ruido, ese lugar acogedor que veía en las películas americanas. 

Siempre contaba que odiaba el calor de la playa, le daba miedo el espacio inmenso de agua que la hacía sentirse aún más pequeña. También le provocaban terror los fuegos artificiales que lanzaban al cielo, en cada celebración, los habitantes de aquel pueblo costero, donde viajaba con su familia española. Decenas de explosiones seguidas retumbaban en su cuerpo, delgado y escuálido, haciendo tambalear los delicados huesos que apenas la sostenían.


El Veinticuatro de febrero de dos mil veintidós todo cambió. Habían pasado  más de veinte años desde la última vez que regresó de unas vacaciones españolas. Se negó a volver cuando fue lo suficiente mayor para decidir. En ese día oscuro y triste para Ucrania, Lesya supo, con certeza, por qué razón nunca dejó de responder a las postales navideñas que llegaban desde España. Todos aquellos años un leve hilo rojo había unido Kiev con el pequeño rincón, al sur del sur.

La misma noche del inicio de la guerra salió de casa, a toda prisa, con una mochila cargada con lo indispensable: el móvil, la última tarjeta navideña recibida, algunos medicamentos, chocolatinas, gomitas de azúcar, agua y un par de mudas para sus hijos de ocho y seis años.

A varios metros bajo tierra trataba de distraernos, cantando una canción infantil, aprendida en el orfanato. Intentaba hacernos más liviano el insoportable calor del reducido espacio lleno de personas, donde nos protegíamos de los misiles. Bajo tierra aún sonaban las explosiones y  hacían tambalear los cuerpos. Ella nos abrazaba para vencer nuestro miedo, quizás el suyo, ese que se pegó a los huesos con los fuegos artificiales, veinticinco años atrás. 

El último día en Kiev todosucedió muy rápido, salimos del túnel siguiendo las indicaciones de los responsables sanitarios. Partiríamos hacia la frontera y de allí a un lugar a salvo en España, donde nos aguardaba la familia de siempre.

Lesya colocó la mochila en la espalda de su hijo mayor, Alessandro. 

—No te detengas pase lo que pase y no sueltes a tu hermana de la mano. Sigue siempre adelante. En la mochila está todo lo que necesitas —le oí decir mirándole a los ojos. 

—Mamá, tengo miedo —musitó Olena, con sus preciosos ojos azules llenos de lágrimas. 

—Yo también, hija. Pero vas a un lugar seguro —respondió acariciando el cabello de la pequeña, al tiempo que empujaba a Alessandro para que emprendiera la marcha. 

Después, solo puedo recordar aquel ruido ensordecedor, una lluvia dura que dañaba mi maltrecho cuerpo. Ruido, gritos, llanto y el silencio final.


Veinticuatro de diciembre de 2022, la guerra acabó hace unos meses, Olena y Alessandro me acompañan en nuestra primera visita al mar.  Nada sabemos del cuerpo de Lesya, fue un milagro que sobreviviéramos los niños y yo. La robusta silla de ruedas, en la que pasaba mis días, nos protegió a los tres. Cuando al fin pudimos viajar y salir del infierno de la guerra, unos ángeles nos trajeron a este rincón al sur del sur. 

Mi nombre es Annia, todavía conservo la muñeca de trapo, que siempre me  acompañó en las ausencias de mi mejor amiga. Aún lo hace. 


Carmen Martagón 

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