La loca de Guadalupe, la llaman en el barrio. Ella, ajena al mundo real, desconoce que la gente inventa historias para justificar los motivos de su desvarío: una infancia sin padres, crecer rodeada de extraños, un marido maltratador, incluso inventan una excesiva relación con la bebida, que hizo mella en su mente. Mientras las cabezas desmenuzan su vida en antiguos fascículos, nuestra loca se asoma, cada mañana a la misma hora, al balcón. Desde el reducido espacio de persianas rotas, descoloridas por el sol, se la oye gritar a personas imaginarias. Reclamar la nada en calles vacías, repletas de gente para su fantasía.
La nombran como: la loca de Guadalupe, la mujer del balcón, la loca del barrio, quizás porque ninguno de los viandantes sabe su nombre. Tampoco lo recuerdan quienes la conocen de otro tiempo —esos años en los que la cordura regía su vida —Nadie es capaz de recordar cómo la llamaban en aquellos años. El tiempo pasó, como un soplo de viento, para llevarse la cordura y la identidad de aquel alma difusa. Lola, Amparo, Carmen o Adela, recitan algunos vecinos del barrio tratando de hacer memoria.
El cabello alborotado, recogido en lo que pretende ser un moño alto, la ropa oscura y la apariencia descuidada, nos hablan de la soledad de su casa, de la soledad de su vida. Día tras día, asomada al balcón, enfrascada en un monólogo en el que, por momentos, parece reñir a alguien diferente. Una retahíla en la que escupe palabras inconexas, desordenadas, sin sentido. Quizás, las rebusca en el babel de su cabeza, en los cajones revueltos de la memoria. A veces, baja del refugio y recorre las calles, en silencio, como si el balcón fuese un púlpito improvisado, el lugar que le ofrece la osadía para reñirle a su propia realidad.
Unos días antes de Navidad, mi madre y yo, coincidimos con ella frente a su portal. Mamá la recuerda de sus años de estudiante. Casi setenta años atrás fueron compañeras de pupitre en el colegio Santa María Micaela. Mamá le recrimina que no lleve colocada la mascarilla, ella, simplemente, esboza una sonrisa.
—Las locas como yo no pillan el bicho ese “Esperancita”. Poca gente se nos acerca. Somos como las simples luces navideñas, de las calles del barrio, tristes y feas, que nadie mira. Somos más que invisibles —responde señalando la ristra de luces que cuelgan apagadas, sobre nuestras cabezas.
—¿Dónde vas a pasar la nochebuena? —le pregunta mi madre, tratando de cambiar el tema.
—En casa, sola. Mi hija me amenaza para que me tome las pastillas. Esas que son pequeñas y me dejan frita. O me las tomo o no hay compañía en nochebuena. Así que voy a estar más sola que la una. ¡Que le den a ella y a todos! Más vale sola que mal acompañada. Mi hija solo me quiere dormida, así ella está tranquila —responde con la cabeza baja, como tratando de esconder su pena.
—Es por tu bien… —intenta explicarle mi madre.
—No, es por el bien de ella. Así doy menos lata a su familia. Felices fiestas, amiga. Esperanza… ¡Qué nombre precioso el de tu madre! Tan bonita como ella. Cada una lleva el nombre que corresponde a su vida. Olvido es el mío —responde dirigiéndose a mí, mostrando una sonrisa desdentada, sincera, como ella.
—¡Ponte una mascarilla, Olvido! —le insiste mi madre, antes de que su gruesa silueta se pierda en el interior del portal.
El veintiocho de diciembre, como una triste inocentada, nos llega la noticia de su ingreso por COVID. El “bicho” parece estar cebándose con su delicado cuerpo. Permanece sedada en una fría sala de UCI. Ahora sí, dormida.
Mientras paso bajo su balcón, ese púlpito improvisado que la espera en silencio, me fijo en las luces de navidad de la calle. Los leds comienzan a encenderse de forma mágica, parecen tomar el relevo a la luz del día, que se apaga despacio, dejando la calle en penumbra. A mi lado dos niños corretean alrededor de sus padres. Uno de ellos se detiene, abre la boca, de forma exagerada, y señala las luces, llamando la atención de quienes le acompañan. Es emocionante oír las risas y comentarios de los pequeños.
Olvido estaba equivocada en sus pensamientos, erraba en ambas cosas. Las luces pueden resultar hermosas bajo la mirada emocionada de los niños y el virus no entiende de locura o cordura.
Sigo calle abajo, mi memoria se detiene en el balcón solitario, pienso en Olvido y caigo en que no sé si es su verdadero nombre o no es más que un invento de su maltrecho pensamiento. Espero que en su teoría sobre los nombres personales tampoco acierte y siempre haya alguien que la recuerde. Dicen que nadie muere del todo mientras permanezca en el pensamiento de una sola persona.
#unaNavidaddiferente
Carmen Martagón
Hay tantas Olvido en el mundo como cabezas que se vuelven hacia otro lado.
ResponderEliminarPrecioso y duro, Carmen 😘
Bonito, aunque triste relato. Hay muchas personas solas viviendo la soledad y casi el abandono. Tú lo has contado muy bien. Un abrazo, Carmen.
ResponderEliminar😘⛄🌹🍀🌹⛄😘
Qué triste historia la de esta mujer, pero qué bonito lo has contado amiga. 😘😘😘
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