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Noel


Se equivocan quienes piensan que Santa Claus entra por la chimenea,
porque en realidad él entra a través del corazón
Paul M. Ell

Me han advertido que no puedo hablar con nadie acerca de por qué, mi hijo Álvaro y yo, estamos aquí. El taxista que nos recoge, en esta estación desconocida, parece buena persona. El hombre no hace preguntas, pero no puedo evitar contarle mis razones para estar a más de quinientos kilómetros de mi hogar. Es como si quisiera dejar mi historia en manos de alguien. Como si, de ese modo, no muriese del todo la mujer que he sido los últimos treinta años.
          Hoy es veintisiete de septiembre. Se inicia el andar de los días hacia final de año. Se inicia un camino nuevo para muchas personas. No sé si para mí es el inicio o el fin.
       En el tren, mientras me adormilaba con el traqueteo, he pensado que pasaría desapercibida entre los cientos de viajeros que regresan a casa. Por ese motivo se viaja en Navidad. Esa es la principal razón para emprender un viaje en estas fechas: la vuelta a casa. No es mi caso. Álvaro y yo pasaremos la Nochevieja entre personas desconocidas. Mi niño, que acaba de cumplir cuatro años, no esperará las campanadas sentado en el sofá, junto a su padre. Tampoco vestirá el pijama de tortugas, que le regaló mi amiga Ana. Creo que he dejado el pijama tendido en el patio. Álvaro quería recibir el año con ese pijama, tendré que inventar alguna excusa. No ha pronunciado una sola palabra desde que salimos de casa a toda prisa. Arrastra la pena y la incertidumbre con cada paso, aferrado a mi mano. Sus ojos azules y expresivos han perdido la conexión con el mundo. Quizás sea mejor así, al menos por el momento. Quiero pensar que estaba dormido cuando sucedió. Quiero creer que sigue ajeno a mi dolor, al dolor de las palabras.
          La ciudad a la que llegamos es pequeña. Las luces de Navidad nos ofrecen una luminosa bienvenida. El trasiego de pasajeros, recién llegados, nos hacen sentir iguales entre la multitud. Miro los rostros que avanzan por el andén y se cruzan conmigo. Trato de buscar una mirada que me cuente lo mismo que siento. Quiero encontrar unos ojos que me hablen de pérdida, dolor, soledad, abandono. No consigo leer nada, excepto lo que repite mi mente una y otra vez: todo irá bien, todo irá bien.
           Nadie vendrá a recibirnos, el taxista tiene la dirección, al menos sabe a qué calle debe llevarnos. Después, llamaré al número que me han facilitado. Álvaro sigue callado y cabizbajo. Me aprieta la mano en cada movimiento: cuando buscamos al taxista en la puerta de la estación, cuando colocamos las maletas en el taxi, en cada frenazo por un ceda el paso, o un semáforo. Mi pequeño está asustado. No he sabido explicarle por qué razón nos marchamos. Solo he alcanzado a decirle que debe confiar en mí. ¿Cómo le pides confianza a un niño si tú apenas la encuentras? Tengo miedo. Miedo de haberme equivocado, miedo de no haberme equivocado, miedo de ser encontrada, miedo de perderme. Tengo mucho miedo. Tanto que no me doy cuenta que aprieto demasiado la mano del niño. Mi pequeño gime un par de veces, siento miedo de no controlar el miedo.
       El taxista no pregunta, apenas habla, solo escucha. Necesito que alguien entienda por qué estoy aquí. Mi marido me maltrata. Anoche durmió en el calabozo de la comisaría de policía. En esa horas aproveché, acompañada por mi madre y mis hermanas, para recoger mis cosas. Ha jurado matarme y matar al niño si le abandono (esto último no se lo he contado al taxista). Discutió de política, durante la cena de Navidad, con sus hermanos y mis cuñados. La discusión terminó, pero su malestar fue creciendo. Al final, yo soy la culpable de todo. Soy culpable por organizar estas cenas imposibles, por no defenderle en sus argumentos, por reírme con mis cuñados, por ser una puta, por ser una inútil. La bofetada pone fin a la retahíla de insultos. Anoche el final fue una pistola dentro de mi boca y su amenaza en mi oído.

          —Te mato a ti, mato al niño y me mató yo.

          A mí ya no me importa morir, pero ni niño. Mi niño, no. Creo que me desmayé del miedo, después de orinarme encima. Cuando desperté, di gracias a dios por estar viva, y me fijé en que  la estrella del árbol de Navidad señalaba en dirección al ventanal. ¿Me estaba marcando el camino? Mi madre dice que sí.
          Los policías que me atendieron, y quienes han tramitado mi partida me preguntan si recuerdo cuándo empezó todo. No lo sé. Es algo cotidiano, que se convierte en rutina. También me preguntan ¿Por qué no denuncié antes? No lo sé. Es el padre de mi hijo, es el hombre de mi vida, o lo era. Estaba convencida de que solo era un mal momento. Tras un mal momento llegó otro y siguió otro. 
          El taxista me ha ayudado a traer las maletas hasta el portal y se ha marchado. No sé ni su nombre. Desconozco si tiene familia, si tienes hijos. Apenas le he dado las gracias. Estoy pensando en eso mientras empujo la reja del portal, donde se sitúa la Casa de Acogida en la que vamos a vivir. Álvaro habla en ese momento:

          —El hombre me ha sonreído y me ha dado esto. Es Raphael. Me cae bien.
          Tiene la mano derecha con la palma hacia arriba. Trata de mostrarme algo, sobre ella. Es un llavero de una toruga Ninja.
        —¿Quién? ¿Ese? —pregunto nerviosa, mirando hacia un señor que pasea a su perro.
        —No, él —responde señalando más allá de la plaza, donde el taxista arranca ya el automóvil.
          —No, él, Noel, Noel, Noel —repito como en una letanía, tratando de sonreír y el niño me mira con sus ojillos llenos de lágrimas. 

   
 #cuentosdeNavidad.

Carmen Martagón

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