Cuando era pequeña los regalos bajo el árbol no estaban envueltos en
papel. No recuerdo si el papel de regalo no existía o mamá no tenía tiempo, para esmerarse en envolver lo que podía
colocar bajo aquellas ramas, cargadas de espumillón de colores. Para mis
hermanas y para mí, la noche de Reyes era una noche muy especial. Nos dormíamos
con la emoción de encontrar algo nuevo al despertar, aunque, casi nunca
encontrábamos lo que habíamos pedido en la carta a los Magos.
Mi madre fue costurera toda su vida. Nos contaba, que su primer contacto con el oficio había comenzado mientras iba recogiendo los hilos que caían al suelo, en la habitación de costura de su madre. De ahí paso a enhebrar agujas, aprendió a hilvanar y, poco a poco, llegó a dominar ese arte de crear con agujas, hilos y telas. A ratos, también me recuerdo barriendo hilos sobrantes de hilvanes y trocitos de tela, aunque yo nunca aprendí a coser como ella. Con los retales más grandes, mamá hacía preciosas muñecas de trapo, cosía trajes, ropita de cama, e incluso lazos de colores para recoger los cabellos de lana de nuestras preciosas niñas de tela. Cada día de Reyes las colocaba, primorosamente, bajo el árbol, esperando ver nuestras sonrisas al despertar.
Elisa, mi hermana pequeña, llegó una tarde, dos días después del seis de enero, y tiró su muñeca de trapo sobre el sofá.
—Quiero una muñeca que llore con lágrimas y que pueda bañarse y secarse. Quiero una muñeca como la de Adela.
Adela y Elisa eran amigas casi desde que gateaban. Mamá le hacía los trajes a la abuela de Adela y las dos habían crecido juntas. Traté de explicarle —pensé que me correspondía como hermana mayor— que los Reyes Magos no tenían dinero para traer a casa lo que pedía. Ella respondió que si los Reyes podían dejar esos juguetes en otras casas, también podían hacerlo en la nuestra. Para tratar de arreglar el entuerto le dije que quizás los Magos no entendían su letra, ni su carta. Mi respuesta no ayudó a que se esmerara en la letra. Hoy es médica en urgencias y, gracias a dios, todo se hace a través de ordenadores.
De nada sirvió mi explicación, por la mañana la muñeca de Elisa apareció hecha pedazos, mamá la cosió con esmero para colocarla sobre su cama. Nunca llegamos a hablar de aquel incidente.
Veinte años después, Elisa llegó a casa diciendo que había visto a su amiga Adela en urgencias. La habían llevado con una brecha en la cabeza, como consecuencia de una paliza. Según ella misma había relatado, estaba pidiendo en las calles. Elisa no se había atrevido a decirle quien era. Ella misma no la habría reconocido, de no ser por el nombre en la solicitud de asistencia. Hacía años que nadie del barrio sabía nada de ella. Sus padres fallecieron en un accidente y la abuela la había llevado a vivir a otra ciudad. Era la tarde antes de Navidad. Mamá se colocó el abrigo y salió sin decir nada. Esa misma noche regresó con Adela. Verla agarrada a mamá, sin apenas fuerzas para caminar, con el cuerpo delgado y lleno de cicatrices, me recordó a la muñeca que mi hermana había destrozado años atrás.
Aquella noche, y muchas otras noches, mamá fue costurera de almas. Hilvanó, con mucho amor, los pedazos de aquella muchacha rota y nos enseñó, una vez más, que hay puntadas capaces de remendar una vida entera.
Carmen Martagón ©
Mi madre fue costurera toda su vida. Nos contaba, que su primer contacto con el oficio había comenzado mientras iba recogiendo los hilos que caían al suelo, en la habitación de costura de su madre. De ahí paso a enhebrar agujas, aprendió a hilvanar y, poco a poco, llegó a dominar ese arte de crear con agujas, hilos y telas. A ratos, también me recuerdo barriendo hilos sobrantes de hilvanes y trocitos de tela, aunque yo nunca aprendí a coser como ella. Con los retales más grandes, mamá hacía preciosas muñecas de trapo, cosía trajes, ropita de cama, e incluso lazos de colores para recoger los cabellos de lana de nuestras preciosas niñas de tela. Cada día de Reyes las colocaba, primorosamente, bajo el árbol, esperando ver nuestras sonrisas al despertar.
Elisa, mi hermana pequeña, llegó una tarde, dos días después del seis de enero, y tiró su muñeca de trapo sobre el sofá.
—Quiero una muñeca que llore con lágrimas y que pueda bañarse y secarse. Quiero una muñeca como la de Adela.
Adela y Elisa eran amigas casi desde que gateaban. Mamá le hacía los trajes a la abuela de Adela y las dos habían crecido juntas. Traté de explicarle —pensé que me correspondía como hermana mayor— que los Reyes Magos no tenían dinero para traer a casa lo que pedía. Ella respondió que si los Reyes podían dejar esos juguetes en otras casas, también podían hacerlo en la nuestra. Para tratar de arreglar el entuerto le dije que quizás los Magos no entendían su letra, ni su carta. Mi respuesta no ayudó a que se esmerara en la letra. Hoy es médica en urgencias y, gracias a dios, todo se hace a través de ordenadores.
De nada sirvió mi explicación, por la mañana la muñeca de Elisa apareció hecha pedazos, mamá la cosió con esmero para colocarla sobre su cama. Nunca llegamos a hablar de aquel incidente.
Veinte años después, Elisa llegó a casa diciendo que había visto a su amiga Adela en urgencias. La habían llevado con una brecha en la cabeza, como consecuencia de una paliza. Según ella misma había relatado, estaba pidiendo en las calles. Elisa no se había atrevido a decirle quien era. Ella misma no la habría reconocido, de no ser por el nombre en la solicitud de asistencia. Hacía años que nadie del barrio sabía nada de ella. Sus padres fallecieron en un accidente y la abuela la había llevado a vivir a otra ciudad. Era la tarde antes de Navidad. Mamá se colocó el abrigo y salió sin decir nada. Esa misma noche regresó con Adela. Verla agarrada a mamá, sin apenas fuerzas para caminar, con el cuerpo delgado y lleno de cicatrices, me recordó a la muñeca que mi hermana había destrozado años atrás.
Aquella noche, y muchas otras noches, mamá fue costurera de almas. Hilvanó, con mucho amor, los pedazos de aquella muchacha rota y nos enseñó, una vez más, que hay puntadas capaces de remendar una vida entera.
Carmen Martagón ©
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