Cuando murió mamá le prometí que
cuidaría de Sara, mi hermana pequeña. Como hombre de la familia debía cuidar a
mis mujeres. Me ocuparía de ella en su ausencia, no cabía la duda en tales
promesas.
Sara nació,
decía mamá, "faltita de fuerza y de inteligencia". El cordón
umbilical se le encajó en el cuello, y la pequeña, en el proceso del parto, se
tornó de un color azul que le mermó las capacidades. Lo único que no se llevó,
aquel bendito y maldito cordón, fue su sonrisa. Sara sonreía desde bien
temprano. A esas horas en las que aún no me había despertado, Sara sonreía.
—¿Qué pasó?
¡Valiente niña tonta!¡Desde por la mañana con esa boba sonrisa! –alcancé a
decir un día, en que ofuscado me topé con la mueca alegre de Sara, durante el
desayuno.
Las tortas me
llovieron desde lo alto, y no eran de avena. Más bien fueron las manos de mi
madre, poniendo en orden mis ideas.
—¡Jamás
vuelvas a decir nada semejante sobre tu hermana! Si todos lleváramos una sonrisa
desde la mañana. Una sonrisa especial, como la suya, el mundo, sería mejor
mundo. Ella es una bendición para esta familia.
Cuando hablaba
de familia mi madre se refería a nosotros tres. Papá se había marchado años
atrás, apenas unos meses después de que los médicos confirmaran el problema
cerebral de Sara. También los abuelos eran parte de la familia, pero ellos
vivían a cientos de kilómetros y solo les veíamos una vez al mes y en las
fiestas.
Entre las
pocas palabras que Sara aprendió a pronunciar, a partir de los cinco años,
estaban: viajar y viaje. Eran las que más sonaban en boca de mamá para excusar
la ausencia de mi padre.
—Está de
viaje. Sí, ese trabajo suyo que lo hace viajar constantemente...—respondía
ella, con su mejor sonrisa, a quienes —casi siempre de forma malintencionada—,
preguntaban por las ausencias de nuestro progenitor.
A medida que fui
creciendo, trataba de inventar los viajes de mi padre, por si alguna vez tenía
que salir en auxilio de mamá para sustentar sus mentiras. Le colocaba en el
Pacífico, en islas maravillosas que aparecían en la Enciclopedia: Bora Bora,
Guadalcanal, cuyo nombre nativo es Isatabu, o en la hermosa Aitutaki. A veces, le
imaginaba por Sudáfrica, recorriendo, con su maletín de doctor, tres ciudades:
Pretoria, Ciudad del Cabo, y Johannesburgo.
Las noches en las que máma trabajaba en el hospital, yo le contaba a Sara sobre los viajes
de papá. Le leía lo que la enciclopedia explicaba de aquellos lugares, y
aprovechaba para inventar a nuestro padre entre aquellas páginas del saber. Sara
viajó conmigo, cada noche, por medio mundo. Íbamos los tres: ella, con su
sonrisa limpia e inocente, el recuerdo de nuestro padre ausente, y yo.
Una tarde, al
regresar de la escuela, vimos un camión que transportaba aquella extraña máquina. Entre varios señores la colocaron en la esquina del Centro Comercial, que acababan de
inaugurar en el barrio. Cuando nos acercamos a preguntar, uno de los señores
nos contó que allí podríamos hacernos fotos. Fue magnífica la aventura de entrar
en la cámara gigante. Gastamos casi todos los ahorros en tiernas instantáneas. Diversas posturas, con muecas diferentes. La mayoría de las veces salíamos,
en las fotos movidos, con muecas extrañas, media cabeza o una oreja menos.
Pero, era muy divertido el fotomatón.
Han pasado
treinta años desde nuestras primeras fotos. Por aquel entonces las colocábamos
dentro de la Enciclopedia. Era como si hubiéramos viajado con papá. Todavía
hoy, buscamos un fotomatón allá donde vamos y nos metemos juntos a disfrutar de
las carcajadas. Ahora somos más en la familia: Marcos, mi marido, nuestros
pequeños de acogida (Ángela, Aarón y Luís) y mi querida Sara, mi hermana. Casi
no cabemos en las máquinas.
En cada ciudad
que visitamos, disfrutamos preguntando por lugares que tengan fotomatón (la gente nos
mira raro) y, durante unas horas, jugamos al recuerdo para traernos fotos
de las máquinas mágicas, así es como Sara suele llamarlas.
Tendríais que ver nuestra casa, está repletas de estanterías con álbumes
llenos de instantáneas. Varias por cada lugar que visitamos. Sara y los niños
se encargan de pegarlas entre las hojas. No falta ni una, aunque estén movidas.
Ella siempre dice que falta mamá. Yo, cuando las miro, creo que falta su
sonrisa. Desde que mi madre nos dejó, no luce de la misma forma. Solo los niños
la hacen regresar, intensa, luminosa, como si volviera de hacer un viaje
alrededor del mundo.
#historiasdeviajes
Carmen Martagón
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