Siempre habrá
alguien que no entienda la nostalgia, que la confunda con resquemor,
pena, o tristeza; alguien que se empeñe en que el futuro nos alimenta,
alguien que describa frases sacadas de un baúl, para hacer del
presente, y el después, lo más adecuado. Pero, a mí me puede la
nostalgia, esa que te ronda como la brisa fresca del otoño, esa que
mueve las cortinas y asoma a la vida. Nostalgia de aromas
conocidos, voces ausentes, nostalgia del abrazo, la mirada, del calor
del regazo materno, la mano que se aferra a la vida. Añoranza de esa
inocente mentira de los magos que llena de ilusión la piel y las
pupilas.
Seguro hay quien me piensa doliente, detenida en el tiempo, pensando en el ayer, ¡nada más lejos! Me gusta regresar un instante, para que el día me sorprenda como niña, me recuerde la mirada de mi abuelo, sus manos recias y cansadas, sus lecturas en madrugadas insomnes, o el beso transparente de las noches, para espantar los miedos que nos acechan, a través de los sueños.
Me gusta regresar a los días adolescentes de risas contagiosas, libros subrayados en colores. Recordar levemente el temor del examen, las notas, el primer beso de amor, esa mano temblorosa sobre la espalda, buscando un lugar donde posarse.
Recordar el empeño infantil en que la vida pase deprisa, ser independiente, amada, grande entre las grandes. La realidad de seguir siendo niña, el desengaño, el descubrir lo nuevo, vivir con prisas, vivir, vivir, vivir.
Añorar la sensación de ofrecer una vida nueva, plantar un árbol, escribir un libro. Siempre, el primero de esos momentos se recubre de emoción especial, por eso la añoranza de regresar.
He aprendido a guiar mi vida como esos pequeños sabios. Los niños siempre regresan al pasado en la memoria: el juguete del año anterior, lo que ayer dijiste que no has cumplido, los amigos del parque que no han vuelto a ver, su primera mascota, su primer peluche. Nuestros mayores también viven en esa nostalgia, quizás porque hay más años, hacia atrás, para alimentar la memoria: hijos, nietos y añoranza, el frágil recuerdo entre los días solitarios.
No hay mal en la añoranza de lo hermoso, tampoco de lo triste, lo malo es colocarle un candado a los recuerdos y que nos frenen la vida.
Carmen Martagón ©
Foto: Rocio Escudero Alfonso ©
Seguro hay quien me piensa doliente, detenida en el tiempo, pensando en el ayer, ¡nada más lejos! Me gusta regresar un instante, para que el día me sorprenda como niña, me recuerde la mirada de mi abuelo, sus manos recias y cansadas, sus lecturas en madrugadas insomnes, o el beso transparente de las noches, para espantar los miedos que nos acechan, a través de los sueños.
Me gusta regresar a los días adolescentes de risas contagiosas, libros subrayados en colores. Recordar levemente el temor del examen, las notas, el primer beso de amor, esa mano temblorosa sobre la espalda, buscando un lugar donde posarse.
Recordar el empeño infantil en que la vida pase deprisa, ser independiente, amada, grande entre las grandes. La realidad de seguir siendo niña, el desengaño, el descubrir lo nuevo, vivir con prisas, vivir, vivir, vivir.
Añorar la sensación de ofrecer una vida nueva, plantar un árbol, escribir un libro. Siempre, el primero de esos momentos se recubre de emoción especial, por eso la añoranza de regresar.
He aprendido a guiar mi vida como esos pequeños sabios. Los niños siempre regresan al pasado en la memoria: el juguete del año anterior, lo que ayer dijiste que no has cumplido, los amigos del parque que no han vuelto a ver, su primera mascota, su primer peluche. Nuestros mayores también viven en esa nostalgia, quizás porque hay más años, hacia atrás, para alimentar la memoria: hijos, nietos y añoranza, el frágil recuerdo entre los días solitarios.
No hay mal en la añoranza de lo hermoso, tampoco de lo triste, lo malo es colocarle un candado a los recuerdos y que nos frenen la vida.
Carmen Martagón ©
Foto: Rocio Escudero Alfonso ©
Como siempre, me llegas al corazon, precioso
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