La princesa vivía atrapada entre los gruesos brazos
del árbol maldito. Aunque desde allí podía ver todo el bosque, sus
amigas las ardillas bajaban para acompañarla e incluso los pájaros
asomaban para cantarle canciones de luna, ella añoraba hablar con los
humanos. Añoraba un beso, un abrazo o haber podido sentir, alguna vez,
el tacto de la arena en los pies mientras pasea por la orilla del mar
con la luna, como había leído en los libros años atrás. Cada noche
rogaba para que el viejo árbol la dejara marchar, pero al amanecer
despertaba, un día más, entre las gruesas ramas.
La princesa
desconocía su edad. Una bruja malvada, con el único afán de castigar a
su abuela, la reina Amper, se la había llevado, siendo aún un bebé, a su
refugio en las montañas. Cuando creció lo suficiente y aprendió a
atarse los cordones de sus zapatillas de lona, la abandonó en aquel
árbol encantado, para que él se ocupara de ella. Hasta entonces, la
princesa Shania había vivido rodeada de amor por parte del personal del
Palacio de la malvada Bruja. Todos se había sentido muy tristes con su
marcha, ella era la única niña del Palacio, alegre, traviesa, juguetona y
cariñosa.
Una tarde, mientras se aburría sentada en una de las
ramas más altas, observaba cómo el sol se ocultaba tras las altas
cumbres, fue entonces cuando se percató de cómo las ardillas saltaban de
rama en rama y un leve cosquilleo le fue subiendo desde la barriga, al
pensar que si lograba saltar hacia un árbol cercano sería libre. El
viejo árbol, que era muy sabio y mágico, le leyó el pensamiento,
enviando un mensaje a los vientos para que vinieran a descontrolar el
ramaje.
Las corrientes de aire comenzaron a aparecer, llegaron
soplando y soplando para mover las ramas y provocar la caída de las
hojas más antiguas y débiles. Los animales corrieron a refugiarse en el
interior del árbol, pero Shania no temía a los vientos y continuó
subida en aquella rama.
Se formaron pequeños vendavales que
movieron las nubes y éstas chocaban unas con otras, produciendo
relámpagos y tormentas. Algunas nubes, incluso, soltarían unas pequeñas
gotas que habían almacenado para el otoño.
Shania tenaz y
temeraria estaba decidida a saltar, no había viento que pudiera parar
aquel corazón joven y audaz. Dió unas pasos hacia atrás para coger
impulso y emprendió su carrera hacia la libertad, pero la suela de goma
de sus zapatillas la hicieron resbalar y estuvo a punto de caer hacia
las raíces mágicas del árbol. Donde, le habían contado los animales, se
perdería para siempre... Aquel resbalón no la haría cambiar de opinión,
de modo que volvió a intentarlo hasta en tres ocasiones. Y en ese último
intento...
Tú pones el final.
Carmen Martagón ©
Foto: Rocío escudero ©
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