Cuentan las leyendas griegas que en el mar azul —tal como se ha denominado al Mediterráneo durante miles de años— las
hermosas Nereidas acompañaban a los navegantes, transformando las bravas
aguas en mansas veredas, por las que era posible avanzar sin peligros.
Anfítitre era la más bella de todas, tanto que, el mismísimo Poseidón la
hizo su esposa, pasando a convertirse en la reina del mar.
Cada
tarde, la preciosa Anfítitre emergía de las profundidades y se dejaba
llevar por las olas hasta la orilla. Allí, se sentaba a contemplar la
majestuosidad con la que el sol ocultaba su luz en aquella fracción de
la tierra. Helios, el dios del sol, admiraba la belleza de la
reina del mar, siempre asomada para despedirle al ocaso. Antes de
marchar, le ofrecía algunos de sus mejores rayos y ella, agradecida, los
enredaba en su hermoso cabello, hasta que en su regreso a casa, los
haces de luz quedaban sobre las aguas, provocando preciosos reflejos
dorados.
El dios sol se acostumbró a la presencia de la diosa en
la orilla y retrasaba cada día el atardecer, para contemplarla un poco
más, hasta que, incluso sus hermanas Selena -la luna- y Eos -la
aurora- llegaron a recriminarle la tardanza e incluso decidieron
interponerse en su salida y en el ocaso, deteniendo el carro de fuego
con el que Helios se paseaba del Este al Oeste.
Las disputas
entre los dioses hermanos provocaron el descontrol de los días y las
noches. Selene, enfadada con Helios, mantuvo durante varias jornadas la
pleamar, para que Anfítitre no pudiera continuar su ritual de cada
tarde.
Neptuno, que había otorgado a Selene el control sobre
las mareas, recibió la queja de los habitantes de las azules aguas,
reclamando la altura de aquellas pleamares infinitas. El dios del mar
enseguida convocó a los otros dioses a un Consejo, dónde cada uno de
ellos expuso su visión de lo que ocurría entre el cielo, el mar y la
tierra. Neptuno constató que la deslumbrante belleza de su esposa era la
causante de todos los desórdenes acaecidos en sus dominios.
Anfítitre fue llamada a presentarse ante el Dios del mar, que le
prohibió salir antes de ponerse el sol, únicamente le estaba permitido
emerger, para calmar las aguas, cuando la Diosa de la Luna ocupara el
lugar más alto del firmamento, de ese modo, Neptuno se aseguraba que
Helios y ella no volverían a encontrarse. La bella nereida
obedeció las órdenes del Rey y no regresó por aquellas orillas al ocaso,
pensando en el bien de los habitantes del mar, pero desde las
profundidades contemplaba el abrazo entre el sol y las aguas al
amanecer, esperando un momento en el que fuera posible sentir el calor
de sus rayos sobre el cabello.
Cuentan las historias que Helios
también la esperó cada atardecer, sintiéndose perdido sin su compañía.
Al verle tan afectado, su hermana Selene accedió a ocultarle tras ella,
algunos días, simulando la noche, para engañar a Neptuno. Desde
la cara oculta de la luna Helios se recreaba con la visión de Anfítitre
sobre las aguas imaginándola en la orilla del mar bañada por sus rayos,
eternamente hermosa, eternamente suya.
Foto: Rocío Escudero ©
Carmen Martagón ©
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