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Sonríe


                Claudia elegía cada  mañana una nueva sonrisa; cada tarde, las sombras de miedo se la borraban, cuando escuchaba el ruido de la llave en la cerradura.

           Tenía guardadas en un cajón sonrisas diferentes para cada ocasión: una agradable para saludar a sus vecinos cuando bajaba a comprar el pan, la sonrisa enorme para recoger a su pequeño del colegio a las dos de la tarde o bien esa otra más serena cuando abrazaba a su madre al encontrarse con ella para un café. Ninguna de ellas le servía cuando él llegaba a casa del trabajo, las había probado todas, durante años, pero no eran válidas. 

            Cuando Claudia y Marcos se conocieron él le decía que adoraba su sonrisa infantil; después de unos años de noviazgo siempre aseguraba adorar esa mueca pícara, de mujer enamorada tras complacerle en sus juegos sexuales. Con el paso de los años le reprochaba que había perdido lo más hermoso de su cara, la alegría. 

            Algunos días, frente al espejo, ensayaba, intentando sonreír, para satisfacer los deseos de su marido; bajaba del altillo las fotos de la boda o las instantáneas de su época de noviazgo en las que irradiaban felicidad y trataba de copiar esas sonrisas que a él le hacían tan feliz. Pero en el momento de asomar al espejo, veía las marcas del dolor en su piel o la profunda tristeza en sus ojos y descubría que era imposible.

            Pasaron doce años en esa situación, hasta que un día, al mirarse en la profundidad de sus ojos, comprendió la realidad: no se puede pintar una sonrisa en el alma que se rompe cada día, igual que el lápiz no dibuja bien en el papel arrugado o sobre el suelo de piedra.

            Una mañana se dibujó en el cuerpo la fuerza necesaria para dejarlo todo.  Tuvo miedo, mucho miedo; el pequeño y ella vivirían con su madre un tiempo, pero no tenía idea si saldría adelante sin el que, había sido y era, el hombre de su vida o si se las arreglarían sin dinero. Ignoraba si su hijo le perdonaría que lo obligara a dejar su casa, su cuarto lleno de posters de sus héroes favoritos o, peor aún, tener que perderse las buenas noches de su padre cada día. Pero era más importante, o así lo creía ella, ofrecerle una sonrisa de verdad y no tener que pintarla.

            A las dos de la tarde de aquel miércoles, en la puerta del colegio sólo se dibujaron lágrimas en su rostro. Cuando el pequeño preguntó por qué lloraba le abrazó, tomó su mano y se marchó rumbo a una vida distinta.

            Hoy es pintora; dibuja acuarelas con campos llenos de girasoles, pinta playas y barcos varados en la arena, pero nunca dibuja retratos, y si lo hace, pone la alegría en los ojos; allí es donde ella piensa que hay que buscarla.

Texto y foto: Carmen Martagón ©

Comentarios


  1. Muy bueno el final de esa historia. Es la decadencia en una relación que van ocasionando los años.

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  2. Gracias por pararte a leerla. Me alegra que te haya gustado.

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  3. ¡Bravo, amiga!
    ¡El que vale, vale y el que no para Alemania!

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