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El último viaje




         Pasaba los días en aquel andén, repartiendo sonrisas y regalos a todas las personas que se cruzaban con él; siempre con su disfraz de payaso, su cara pintada y su nariz roja. Vestía pantalones con tirantes, camiseta blanca, y colgado al cuello, sobre el pecho, un enorme reloj, casi tan grande como el de aquella estación de cercanías. Su cara era amable, con una mirada luminosa, tan singular como su sonrisa pintada. 

En ese tiempo entre viajeros con prisas, podía recibir distintas atenciones de ellos, un desprecio, un insulto, una mirada colérica, el llanto de un niño que se sobresalta al verle, la reprimenda de la mamá, el papá o la abuela por haber asustado al niño; él siempre regalaba una sonrisa, aunque aquellas reacciones le causaran una profunda tristeza.

         Como buen payaso, lo que le hacía llorar de emoción era la devolución amable de una sonrisa, un gracias al recoger de sus manos la flor ofrecida, quizás el brillo en la cara de los niños cuando sacaba de su bolsillo algún muñeco para entregarles, o tal vez, cuando improvisaba sus trucos de mago aficionado...

         No siempre fue payaso en una estación de cercanías; antes de su jubilación era un buen contable en una pequeña empresa. Trabajaba más de doce horas al día, tras una mesa cargada de papeles, entre números, sin hablar con nadie, sin una sonrisa o una palabra amable.

         La familia le recriminaba su necesidad de ir cada día a “hacer el payaso” en un andén; según ellos, ya estaba jubilado y podía dedicarse a pasear, hacer viajes, bailar… Pero él sentía que llevaba demasiado tiempo entre papeles, cuentas y balances, de modo que había decidido pasar sus días entre personas.

        Nunca le contó a nadie cómo llegó hasta allí, decidido a repartir sonrisas. Fue aquella mañana de Marzo, la barbarie le pilló cerca de la estación… ¡Cuánto dolor y miedo! Pusieron en sus brazos una pequeña que lloraba por no encontrar a su madre, la sacó de allí para dejarla sentada en un lugar alejado, con más personas. Le acarició el pelo y la tranquilizó diciéndole que volvería para traerle a su mamá, pero ella se agarró a su cuello sin dejar de llorar. En el bolsillo de su chaqueta buscó un pañuelo, limpió la cara de la pequeña, le hizo un sencillo truco de magia y logró sacarle una sonrisa. Unas horas más tarde la niña iba camino del hospital con su madre en una ambulancia, llevaba en su bolsillo un pañuelo sucio y una nariz de payaso.

         Desde entonces, nunca faltó a su encuentro con la risa en aquel espacio, sin importarle si aquello que hacía era correspondido. Así pasaron los años, hasta que un día se marchó y no regresó al andén, pues tomó el último tren a las dos de la tarde para repartir sonrisas en otro lugar. Tras su partida, todos hablaron bien de su alegría, sus flores y muñecos, incluso quienes no extendieron la mano para recibir un regalo. En la estación dejó su enorme reloj, para recordar a los viajeros la hora de subir al tren; ésa llega para todos. 

Texto y foto: Carmen Martagón

Comentarios

  1. El payaso que todos deberíamos llevar dentro,...

    Me ha encantado amiga.

    Un abrazo grandeeeee

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    Respuestas
    1. Gracias amiga... que no nos falte la sonrisa ni la INOCENCIA...

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  2. Un texto que acaricia hasta el final.
    Precioso, Carmen.

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    Respuestas
    1. Gracias Patricia, en estos textos que acarician y acunan me siento más en mi lugar. jejeje . Abrazos grandes...

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  3. Muy emotivo, Carmen. Repartir sonrisas en este mundo, cada vez más amargo, es una forma de luchar y ayudar a los demás.

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  4. Es lo menos que podemos hacer en un mundo lleno de terror. Un abrazo amigo.

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