Manuela consiguió quedarse a solas, en el acogedor salón, cuando las agujas del reloj marcaban las dos en punto. Tenía por delante la tarea de dejarlo todo impecable. Era el día en el que su existencia se tornaría especial, al fin y al cabo, no siempre te conviertes en la Reina de la ilusión, mucho menos pasados los cuarenta años. Apuró de un trago una copita de anís, derramó algo de agua en la alfombra y fue a vaciar los baldes a la bañera. Los bombones de licor le parecieron deliciosos y no le hizo ascos al turrón de chocolate. Otra copita de anís, para entrar en calor, y a seguir con la tarea. Empujó un par de mesas hacia la derecha buscando abrir hueco en el centro de la estancia. En mitad del trabajo recordó que debía subir a casa algunos paquetes para la prole y unas cositas que había comprado por capricho personal (entre ellas un tarro grande de guacamole, que se daba como premio algunas veces al año). Todo estaba en el maletero, no era la primera vez que olvidaba las bolsas de la compra en el portaequipaje y debía bajar a buscarlas. Casi siempre lucía, por el barrio, pijama y zapatillas. Suspiró, esbozando una media sonrisa con el recuerdo de tantos despistes personales. Con esos pensamientos rondando en su cabeza continuó con la tarea. Aún tenía mucho que ordenar.
Dos horas más tarde había terminado. Todo se veía impecable en el Centro de menores de la capital. Manuela trabajaba como limpiadora en aquel lugar desde hacía más de una década. Como cada año, celebraban la salida de algunos niños, para disfrutar las fiestas con familias de acogida. La celebración suponía un delicioso y tradicional desayuno navideño compartido, que ese año había sido más individual que nunca, a consecuencia de las medidas de control contra el dichoso Covid. Una vez más, la directora guardó unas viandas para la persona que se encargaría de recoger y dejar impecable el comedor. La vida del centro continuaba para quienes no tenían la suerte de salir a disfrutar de un hogar.
Para muchas familias era un año especial, diferente, incluso triste, a causa de la pandemia. También para Manuela y su marido serían muy distintas las celebraciones de Navidad. Sus hijos, Álvaro y Amalia, no podrían viajar desde Londres e Ingolstadt, lugares en los que trabajaban. Sin duda les iban a extrañar, pero aquella distancia, ahora insalvable, desaparecería en unos pocos meses. Después de darle muchas vueltas a la idea, y completar los trámites necesarios, cuatro de aquellos niños, a los que las circunstancias habían separado de sus familias, pasarían las fiestas en casa de Manuela. Podía parecer egoísta la decisión de llenar el vacío, durante aquellas fiestas tan familiares, pero no conocían mejor regalo de navidad, para ofrecer, que el amor y el calor de un hogar.
Desde lo más profundo del alma esperaba estar a la altura. No era comparable participar en los cuidados de aquellos muchachos y muchachas en el centro, unas horas al día, que hacerse responsable de ellos durante veinticuatro horas. ¿Y si enfermaban? ¿Y si no les gustaba la comida o las habitaciones que había preparado? Mil preguntas revoloteaban por su cabeza, un millón de dudas que se compensaban con la emoción de ayudar. Agasajar, agasajo, cobijo, le encantaban esas palabras que tantas veces había oído a su abuela.
A las cinco y media la esperaban en dirección. Los miedos y las dudas desaparecieron cuando Ana, la más pequeña del grupo, se aferró a su mano. Hacía casi veinte años que no sentía ese calor tan menudo y tan grande a la vez. Infinita fue la sonrisa de los otros tres niños, e inmensa la emoción que la desbordó. Así, acompañada de aquellas cuatro hermosas vidas, entró en su viejo coche, sintiendo que subía a la carroza de la ilusión.
#unaNavidaddiferente
Carmen Martagón ©
El espíritu lleno de gozo y paz al leerlo.
ResponderEliminarGracias por mover el amor en tu escritura.
Gracias infinitas por trasladarme ese amor y esa paz. Besitos.
EliminarTe felicito por tan maravilloso relato, donde el valor humano tiene su peso específico en oro.
ResponderEliminarUn abrazo.