Después de meses viajando en aquella línea de cercanías en dirección a
Madrid, aún podía observar, en otros pasajeros, sonrisas tiernas cuando
él la llamaba "mamá". Ana tenía apenas veinte años pero su cuerpo menudo
y su cara aniñada la hacía parecer aún más jovencita.
Cada
mañana le ayudaba a subir al tren y sin soltarle la mano, se sentaban
juntos en los únicos asientos libres. Ella le acariciaba la cara y él le
devolvía el gesto con aquella mirada azul que adoraba.
Una hora después se despedían con un beso, aunque, a veces, él se
negaba a dárselo porque no lo llevaba con ella. Así, cada día, mientras
Ana trabajaba en una tienda de Sol, su abuelo quedaba en las mejores
manos, en un Centro de día para personas con Alzheimer.
Carmen Martagón ©
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