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¿Qué haría hoy Don Quijote con los molinos?

            
            Miguel era un joven cabrero que ejercía su dura labor en el Andévalo onubense, al alba llevaba a su rebaño a pacer en la fresca hierba entre dos localidades fronterizas con el país vecino. Cuando el sol estaba en lo más alto el muchacho acostumbraba a sentarse bajo la sombra de un portentoso acebuche, allí, deleitaba su paladar con un trozo de pan de leña y un buen queso de la zona, aquella mañana hizo lo propio. 

           Les vió aparecer a lo lejos y fue siguiendo con la mirada sus pasos, hasta que estuvieron lo bastante cerca para observarles detenidamente. Eran dos hombres y sus cabalgaduras, el más bajito y bastante grueso vestía con ropa extraña, llevaba en la cabeza un sombrero de fieltro marrón oscuro, bajo el mismo, un pañuelo anudado tal como se lo colocaban los campesinos de antaño y en su mano izquierda las riendas de un burro de pelaje grisáceo, que no debía estar muy contento de subir por aquellos riscos. El acompañante portaba una armadura antigua que parecía muy pesada, el hombre iba a lomos de un caballo bastante famélico. Miguel imaginó la multa que le caería si se encontraba con las entidades protectoras de animales. Era un hombre muy alto, extremadamente delgado, barba larga y bigotes muy finos que parecían salir un palmo de su cara.

            —Mira bien amigo Sancho ahora que nos acercamos. En verdad ¿no eres capaz de contemplar su excelsa belleza? Observa como danza con esos velos blancos al viento, fíjate bien en la forma sensual de mover sus brazos, llamándome para que acuda a su encuentro. Mi amada, ¡amada mía! Hemos cruzado siglos de tiempo para encontrarte. Aquí estamos ya mi hermosa señora —exclamaba el hombre delgado, elevando sus brazos hacia la torre, a punto de perder el equilibrio sobre el caballo.

             —Ay mi señor Don Quijote, yo lo que veo son unas torres altísimas que casi tocan las nubes. Sólo Dios sabe qué mano tenebrosa ha sido capaz de crear algo de tan descomunal tamaño. Seguro estoy, mi señor,  que la vista cansada, tras años de vagar a vuestro lado, me impide ver a mi Señora Dulcinea en lo alto de la Torre, moviendo gracilmente sus brazos para llamar vuestra atención —respondió el tal Sancho.

            Miguel estaba seguro de que se trataba de la grabación de alguna película y miró alrededor buscando el equipo de rodaje, pero lo único que pudo ver fue la enorme fila de aerogeneradores que recorrían aquel paisaje. El hombre regordete, al percatarse de la presencia de Miguel, le saludó con un gesto de la mano pero no se detuvo, siguió su camino junto a su compañero de andanzas; el acompañante llevaba la mirada fija en el horizonte.

            Les vió detenerse bajo una de las enormes torres del aerogenerador. El tal Don Quijote dejó caer, con visible dificultad, su rodilla en tierra y comenzó a recitar palabras de amor, que el viento traía hasta donde el muchacho presenciaba la escena bastante perplejo.

¡Oh, la más bella entre las bellas!
Tu elevada dulzura
más allá de las nubes,
enciende mi locura.

¡Oh, mi hermosa doncella!
Que nublais mi razón,
más allá de este cielo,
vuestro es mi corazón.

            A Miguel le sonaba todo aquello a una obra de teatro que representaron en el colegio, él escenificó el papel de un loco enamorado llamado Alonso Quijano. No recordaba demasiados detalles de la representación, pero lo que estaba presenciando se le parecía mucho, con molinos, señores, damas en apuros... Aquel hombre delgado era un loco enamorado que veía a su hermosa doncella en cualquier lugar, las historias siempre se repiten, después de todo, la locura y el amor no entienden de épocas, energías renovables o novelas.

            La escena se vió interrumpida por la llegada del vehículo "todoerreno" de los guardas forestales que inspeccionaban la zona, con el consiguiente susto para caballo, asno y ambos hombres, que salieron despavoridos ladera abajo.

            Cuando regresara a casa tendría que redactar todo aquello en su cuaderno de anotar la vida. Estaba decidido a escribir una Novela, tal vez algún día sería un escritor famoso y esperaba no tardar demasiado. No quería ser como aquel pobre hombre manco, rememorado año tras año, que nunca llegó a saber de su proeza al escribir.

Carmen Martagón

Comentarios

  1. Muy Bueno, me gusta tu manera de escribir, pero recomiendo que visitéis también su poema para el Día de la Madre, es superior.

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