Sentada frente a ella miré sus inmensos ojos azules,
siempre me parecieron los más bonitos del mundo. Me miraba, pero apenas
distinguía mi cara y tal vez, no me reconocía, la enfermedad anuló su
capacidad para conocer a los que la amábamos, aquellos a quienes entregó
su vida como madre, esposa y abuela.
Estaba sentada en una silla junto a la terraza, la ambulancia se había
llevado al abuelo al Hospital con una crisis asmática muy fuerte. Hacía
años que no le reconocía, apenas cruzaba palabra alguna con él y en un
instante, como si la luz se hubiera hecho en su mente, suspiró y dijo en
un susurro...
—¡Qué pena de mi marido!
El abuelo logró recuperarse, pero la abuela no volvió a pronunciar una sola palabra. Apenas unos meses después se apagaron sus ojos para siempre, pero cada noche, regresó a mis sueños para preguntarme si el abuelo estaba bien. Me decía que lo estaba esperando. Así, noche tras noche, hasta esa tarde gris del mes de Enero en que su marido marchó a buscarla, agarrado a mi mano. Desde entonces, estoy segura que es su mano la que sujeta, esa que nunca debió soltar...
No he vuelto a soñar con ella, tampoco él ha venido a mis sueños, seguro que sólo tienen tiempo para estar juntos y recuperar los años que el Alzheimer les tuvo separados.
Carmen Martagón ©
—¡Qué pena de mi marido!
El abuelo logró recuperarse, pero la abuela no volvió a pronunciar una sola palabra. Apenas unos meses después se apagaron sus ojos para siempre, pero cada noche, regresó a mis sueños para preguntarme si el abuelo estaba bien. Me decía que lo estaba esperando. Así, noche tras noche, hasta esa tarde gris del mes de Enero en que su marido marchó a buscarla, agarrado a mi mano. Desde entonces, estoy segura que es su mano la que sujeta, esa que nunca debió soltar...
No he vuelto a soñar con ella, tampoco él ha venido a mis sueños, seguro que sólo tienen tiempo para estar juntos y recuperar los años que el Alzheimer les tuvo separados.
Carmen Martagón ©
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