La casa de la abuela siempre
me resultó un lugar fascinante, lleno de recovecos oscuros y viejas historias.
Podría decir que no soy una niña demasiado valiente, pero nunca tuve miedo de subir
al desván y cerrar los ojos en aquel espacio, esperando que la mano de alguien
me llevara al otro mundo. Por otra parte, tras conocer el oscuro episodio
familiar, que relataré más adelante, empezaba a entender los sonidos que
parecían proceder de la vieja buhardilla y que me sobresaltaron tantas veces en
mis horas de estudio: el maullido de un gato, la risa de una mujer y el sonido
del mar. Esto último era lo más extraño, sobre todo cuando el mar está a más de
trescientos kilómetros.
En la narración sobre aquella
pobre muchacha, como la llamaba mi tío Alonso, se decía que fue una niña poco
agraciada y callada, que siempre caminaba con la cabeza baja, escondida tras
sus padres; carecía por completo de amigos y nadie la había visto sonreír
jamás. Tocaba diariamente aquella trompa que su padre le había regalado a la
vuelta de un viaje a Francia. Los vecinos manifestaban que, a partir de
tocar aquel instrumento del demonio la niña comenzó con extrañas conductas.
Algunas mujeres del pueblo afirmaban que todo aquello era efecto de la música,
que no aportaba nada bueno, sobre todo viniendo de aquella ciudad tan moderna y
libertina como París.
Las historias familiares, que
no merecían ser recordadas, estaban amontonadas en aquel lugar abandonado, en
la vieja casa de la abuela. La oscura biografía de tía Ana y su hija Rebeca no
era, en absoluto, del agrado de una familia acomodada, perteneciente a una
pequeña ciudad como la mía.
Cuando encontré la fotografía
en el olvidado desván todos se alarmaron. Era una vieja postal en blanco y
negro en la que se podía ver a una jovencita con dos caracolas de mar que le
sobresalían de ambas orejas. Estaba de pie, frente a la cámara, ataviada con un
vestido blanco, medias y zapatos oscuros; el brazo derecho apoyado sobre una
mesa alta, de esas que se usan para colocar el teléfono o los jarrones de
porcelana en las esquinas de las casas. Subido a la mesa y sentado
tranquilamente, un gato negro, que parecía conocer al fotógrafo. Al otro lado de
la imagen había colocado un esqueleto, sosteniendo una trompa con su mano
derecha, mientras su mano contraria tocaba por la espalda a la joven, como si
la estuviera animando, en un gesto cómplice. El suelo estaba cubierto de cartas
con dibujos y letras mayúsculas.
Pregunté a la abuela pero se
negó a contarme y mamá tampoco quiso explicarme nada sobre la fotografía, así
que la guardé en la cartera del colegio dispuesta a emprender la tarea de
averiguar por mi cuenta. Por aquellos años, aún desconocía lo que se puede
extraer de las hemerotecas y además, en esos tiempos de mi niñez y
adolescencia, internet estaba muy lejos de imaginarse, de modo que, sólo
quedaba cómo opción consultar la memoria de los mayores del pueblo o la ciudad.
Una tarde la abuela nos invitó
a su casa a merendar, yo llevaba mi cartera para hacer los deberes de la
escuela y mientras mi abuela preparaba, afanosamente el té para toda la
familia, extraje la fotografía de uno de mis libros. El tío Alonso era fotógrafo,
como lo fue su padre, su abuelo y su tío abuelo. Éstos últimos fueron los
primeros fotógrafos del pueblo, así que yo estaba segura que mi tío era
conocedor de lo que significaba la imagen y me lo contaría. Sin pensarlo, la
coloqué sobre la mesa y él, ante la mirada de desaprobación de la abuela,
comenzó a relatar todo lo que yo quería saber.
Habló de fantasmas, de las
dotes de Rebeca para contactar con los muertos, relató la historia de aquel
gato negro que nunca salía de casa y que comentaban tenía el espíritu del tío
Andrés, el padre de Rebeca, fallecido en extrañas circunstancias, En el
transcurso de aquella triste y llamativa historia no olvidó hablarme del
esqueleto que tía Ana había robado de la Morgue para que a Rebeca le fuera más
fácil llegar al trance. Mi tío dio una extensa explicación de las mágicas
cartas llenas de dibujos y letras que tía Ana interpretaba y de las caracolas con
las que Rebeca se tapaba los oídos para poder escuchar mejor a los espíritus,
esos seres del otro mundo que las visitaban, tratando de ponerse en contacto
con sus familiares, para saldar cuentas pendientes o bien desvelar secretos del
más allá.
El desenlace de aquel relato
familiar dejaba muchos hilos por atar, pero la abuela muy enfadada no permitió
que la crónica continuara durante la merienda y el tío Alonso falleció aquella
misma noche. Lo último que llegó a exponer, antes de que la abuela soltara la
bandeja de las pastas sobre la mesa, fue que, en una de las sesiones de
espiritismo entre madre e hija, Rebeca pareció volverse loca y estuvo a punto
de estrangular a la hija del boticario del pueblo. Algunos contaban que, aquella
desafortunada noche, casi de terror para nuestra pequeña población, la niña
tenía los ojos en blanco, hablaba en un extraño idioma y se desgarraba la ropa.
A partir de ese fatídico día
nadie más del pueblo las vio con vida. Madre e hija permanecieron encerradas por
el resto de su existencia. Según me contaron años más tarde, la familia tuvo
que encargarse de los gastos del entierro de la hija y, casi una década después
costear el sepelio de la madre, aunque parece ser que nunca hubo ninguna lápida
en el cementerio con el nombre de Rebeca Sánchez de Ortega-Ruiz.
Carmen Martagón ©
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