Intentando hacer memoria, creo recordar
que existe una película o un libro que lleva por título “Las bicicletas
son para el verano”. Seguro que Doña Ana, mi profesora de literatura del instituto, me reñiría si me oyera dudar de esta forma. Esta es la
historia de una bicicleta durante un verano, un lugar donde venden el
pan recién hecho y una amistad incondicional.
Al reparar en la bicicleta blanca
aparcada en la vieja esquina de la Calle San Francisco, se tenía la
certeza de que Marcos estaba en la Panadería San Patricio para comprar
el pan de leña recién hecho, que su abuela Carmen le encargaba cada día. Era un niño muy alto para su edad, con
el cabello revuelto, la cara alargada y esa sonrisa siempre presente,
sobre todo en el brillo de sus ojos color avellana. Aquel primer día del
mes de Julio miraba a través del escaparate de la tienda de juguetes.
En ese momento me percaté que esbozaba una sonrisa porque en el interior
se encontraban su amiga Hannah y la mamá de acogida de ésta, Patricia.
Hannah era una niña de los campamentos
Saharauis que la familia de Patricia recibía en verano en su casa; la
niña tendría entonces apenas diez años. Era muy delgada, de pelo oscuro,
con unos enormes y esquivos ojos negros. Parecía una niña triste, o al
menos no la habíamos visto sonreír desde su llegada al pueblo. Éste era
el segundo año que partía de los campos de refugiados del Sáhara para
pasar los meses de julio y agosto con una familia española. Durante unos
días, la vida de Hannah cambiaba radicalmente, descubría un verano
refrescante, lejos del calor del desierto. En esos días de estío también
se multiplicaba el cariño, porque el afecto que ofrecían familiares de
acogida, vecinos y amigos, se sumaba al amor de los padres biológicos
que esperaban impacientes la vuelta de sus pequeños.
Hannah había jugado con Marcos en la
Plaza del pueblo el verano anterior y él se alegró mucho al verla
en la tienda. Permaneció allí, junto al escaparate, esperando poder
saludarla y, tal vez, quedar para verse en la Plaza durante la tarde.
Pero al salir, ella iba agarrada a la mano de Patricia con la cabeza
baja y fue avanzando sin mirar al chico, que se quedó paralizado
mientras se alejaban.
Por la tarde el niño bajó con su
bicicleta a la Plaza del pueblo y se dispuso a esperar en un banco, pues
estaba seguro de que ella pasaría por allí; había cogido del huerto de
la abuela unas cerezas para ofrecerle, pero el encuentro no se produjo y
por el camino el muchacho fue comiendo la fruta con tristeza, aunque
con la esperanza de volver a verla.
Pasaron algunos días y una mañana,
esperando el pan recién hecho, la vio entrar en la panadería con su mamá
de acogida; le pareció que sonreía tímidamente, o tal vez lo había
imaginado. Marcos recogió los encargos de pan para su abuela y las
vecinas y salió de allí sin articular palabra. En los días siguientes volvieron a
coincidir en el mismo lugar; eran encuentros sin más, con el aroma del
pan de leña recién hecho y las conversaciones de vecinos y vecinas que
esperaban su turno. No intercambiaban ni una palabra, ni un gesto. Una
tarde, al fin, pudo verla llegar a la plaza del pueblo y acercarse a él
con una sonrisa.
—Llevo horas esperándote, he decidido
enseñarte a montar en bicicleta —le dijo Marcos de golpe—. Mira, allí
la tengo ¡Vamos!, que tenemos poco tiempo antes que vuelvas a marcharte.
Hannah lo miró sin responder, con sus
enormes ojos abiertos de par en par y esbozó una tímida sonrisa, que el
niño tomó como una muestra de asentimiento. Durante los días siguientes
le enseñó con toda su paciencia a montar en bicicleta, jugar al balón y
alcanzar con un tirachinas unas latas a una distancia considerable.
Fueron unos días inolvidables para ambos, hasta que el verano llegó a su
fin y tuvieron que separarse.
Entre los objetos de aquella pequeña
maleta, que la niña subió al autobús, estaba el tirachinas que su amigo
le había regalado. Y en las manos, sostenía una hogaza de pan recién
hecho que también le ofreció al despedirse.
Pasaron los meses de otoño a primavera, y
retornó el esperado autobús procedente del Sáhara, pero ésta vez Hannah
no viajaba en él porque su familia no había permitido el viaje.
Patricia le explicó a Marcos que la mamá de su amiga había enfermado
meses atrás y Hannah debía cuidar de ella y sus hermanos.
Una mañana de Julio, un niño moreno de
ojos oscuros esperaba sentado junto a la bicicleta de Marcos, aparcada,
como siempre, en la esquina de San Francisco. Cuando le vio llegar se
puso en pie y preguntó con dificultad:
—Tú, Marcos, ¿me enseña a subir bicicleta y romper latas?
Como muestra de su aprobación Marcos le
entregó un pellizco de pan que juntos comieron sin decir nada, riéndo y
dándose suaves empujones con los hombros, mientras se dejaban caer del
cuadro de la vieja bicicleta.
Marcos es hoy maestro de primaria; en
sus clases enseña a sus alumnos a tirar con tirachinas, prepara
excursiones a la vieja panadería de horno de leña y siempre se dirige al
colegio en su bicicleta blanca. Tiene dos niños Hannah y Marcos y
recibe en su casa, cada verano, las sonrisas más bonitas del mundo.
Texto: Carmen Martagón ©
Foto: Carolina Domínguez Montiel ©
Una bonita y tierna historia, Carmen. Me ha gustado mucho. Un abrazo
ResponderEliminarInés
Gracias Inés, Me alegra que te guste. Besitos
EliminarUn relato encantador.Besucos
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